¿Alguien sabe más del hijo pródigo?

Muchos de los que me leen conocen la historia del hijo pródigo de la cual habló Jesús, pero para aquellos que no la ubican, he aquí un breve resumen.

Un padre tenía 2 hijos. Un buen día, el menor se acercó y le pidió a su padre que le diera la mitad de la hacienda que le tocaba (según por derecho). El padre así lo hizo. Sin embargo, el hijo menor tomó todo y se fue a vivir a un país lejano donde malgastó todo. Después de que se vio obligado a trabajar, se dio cuenta del error que había cometido y se puso a trabajar como jornalero. Pasado un tiempo, dispuso regresar con su padre, al final le convenía estar mejor ahí. Sin embargo, cuando llegó, el hijo menor le pidió al padre que lo contratara como jornalero, a lo que el padre se negó, haciéndole gran fiesta y vistiéndolo con grandes ropas.

Más allá de esta parábola que nos muestra la perspectiva de un padre amoroso, que perdona a su hijo a pesar de destrozar la herencia y vivir como un libertino, lo que no alcanzamos a ver es más profundamente cómo se sentía el hijo pródigo.

Es aquí justamente donde, sin afán de agregar nada a lo que está escrito, quisiera escribir sobre cómo se pudo haber sentido este hijo pródigo, cuánto le costó acercarse, las razones por las cuales no regresó antes, entre otras cosas.

Está claro en esta parábola que el hijo se fue muy feliz con las riquezas, que si bien no eran suyas, le fueron otorgadas por su padre. No sabemos bien cuánto tiempo pudo tardarse en malgastarlo todo, pero hubieran sido meses o años, seguro no se acordó para nada de su padre (como muchos de nosotros lo hemos hecho con los regalos de Dios).

Entonces llega el terrible momento en que se mete las manos a la bolsa y busca en los escondites donde guardaba para «tiempos flacos» y no encuentra nada; justo de la misma forma en la que llega un momento en el que vemos nuestra vida y nos damos cuenta que no tenemos nada, más que deseos profanos y efímeros.

Yo no sé si antes de empezar a trabajar de jornalero, al hijo le dio por darse una vuelta por la hacienda de su padre. Lo imagino perfecto detrás de unos arbustos, de noche, cubierto el rostro para no ser reconocido, a ver si de casualidad se armaba de valor para pedir perdón o si su padre saldría feliz a recibirlo. Estoy seguro que si pasó por ahí, no lo hizo una vez, sino miles de veces; de la misma forma en la que nosotros vamos tanteando el terreno y buscamos el rostro de Dios, pero claro, esperando su reacción, no nuestro arrepentimiento.

Bueno, al final no pasó ninguna de las 2 y entonces el hijo decide que tiene que arreglárselas por su cuenta y se pone a trabajar fuera, sin garantías, con hambre, con dolor. Y eso nos pasa todo el tiempo, por más que sabemos que podemos recurrir al padre amoroso, nos hacemos los orgullosos, nos da miedo que nos rechacen y entonces vivimos todo aquello que no debiéramos como hijos de un acaudalado padre.

El momento climax aparece cuando estamos tan sumidos en la angustia, en la necesidad y en el hartazgo, que terminamos sumidos en la miseria, en la podredumbre, en lo más sucio y vil que pudiera existir, al igual que el hijo comiendo con los cerdos.

Es en ese instante en el que reconocemos que hemos tocado fondo, pero claro, lo pensamos una y otra vez, pasamos noches enteras pensando no sólo en qué nos dirá nuestro padre, sino en lo que dejaremos atrás…la libertad, el lograr las cosas por nosotros mismos, las noches de parranda, los amigos. Al final igual ya estamos acostumbrados.

Pero no, por más que intentamos tener esa vida, que al final es la que decidimos vivir, sigue ese pensamiento en nuestro corazón, sigue ese deseo ardiente, sigue esa esperanza de volver a casa y tenerlo todo de vuelta.

Entonces nos armamos de valor, algo tímidos caminamos un largo tramo para llegar a una distancia considerable de la casa de nuestro padre, escuchamos las risas, los cantos, la gratitud de quienes viven ahí. ¡Y claro que nos gusta!

Nos acercamos un poco más, echamos un vistazo, nos hacemos los desinteresados y de pronto, como si el mismo corazón del padre se encendiera, mira a todos lados y nos encuentra, nos mira directo a los ojos y una sonrisa que lo ilumina todo nos llega de golpe. Llega la fiesta, la alegría, no hay reclamos, sólo regalos y abrazos.

Justo esto es lo que pasa con nosotros muchas veces, pedimos libertad (o nos la tomamos), vamos en búsqueda de lo que se supone nos haga felices, lo malgastamos todo. Y sí, nos sentimos mal, nos arrepentimos, pero somos demasiado cobardes u orgullosos para aceptarlos. Cerramos los ojos, tratamos de hablar con Dios, sentimos que no lo merecemos y nos vamos a hundirnos en lo peor de este mundo, dispuestos a hacer cualquier cosa para que el Padre se enoje y entonces no sintamos nunca más que debemos volver.

Pero el Padre no es así para nada, nunca se ha olvidado de nosotros, sale de la puerta y nos busca, sin importar en qué lugar nos encontremos, no importa si el corazón le duele en lo más profundo, ahí está pendiente de nosotros, es más, no dudo para nada que el Padre haya ido hasta el fin del mundo a garantizar la seguridad del hijo pródigo, así como Dios está hasta en los peores lugares cuidándonos.

Y con esto en mente, está claro que podemos hacer lo que queramos, Dios lo pone todo a nuestros pies, pero para volver a la Cruz, debemos ser responsables con aquello que nos fue otorgado, no olvidemos que está prestado.

Si algún día te sientes desfallecer, has tocado fondo, las cosas no se resuelven, estás enfermo o las cuentas te están comiendo, recuerda que el Padre no se asusta, se conmueve y está listo para organizar una gran fiesta por tu regreso.

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